La Presidenta se mostró sobria al anunciar decisiones sobre el proceso constitucional. Sobria de forma y de fondo, todo lo contrario de los que ante cualquier cambio denuncian un intento de refundación (léase destrucción) de la república. Uno habría esperado que todos los sectores políticos se hubieran mostrado igualmente sobrios en sus reacciones al anuncio presidencial. Sin embargo, algunos no lo hicieron, especialmente aquellos que quieren conservar la Constitución actual y continuar modificándola con cuentagotas y al gusto de la minoría que con solo un tercio más uno de los votos en ambas cámaras puede impedir todo cambio. Ese fue uno de los candados que la dictadura puso a la Constitución de 1980, tal como lo reconoció Jaime Guzmán con tanta franqueza como cinismo: la Constitución se modificaría solo si esa minoría estaba de acuerdo, que fue precisamente lo que esta hizo, en 2005, cuando recién entonces, nada menos que 15 años después de iniciada la transición, aceptó dar sus votos para eliminar a los senadores vitalicios y designados, una institución que le había empezado a jugar en contra.
En consecuencia, poco podía esperarse de ese sector ante el anuncio del 14 de octubre, puesto que quienes lo componen, muy especialmente los viejos cuadros de la UDI, entraron en política luego de la derrota de su líder natural en el plebiscito de 1988 para defender el legado de este y las reformas de lo que con tanto cinismo como Guzmán suelen llamar «el gobierno modernizador de las Fuerzas Armadas». Se trata del mismo sector que apoyó el golpe de Estado de 1973, que concurrió a votar en la consulta a que llamó la Junta Militar contra la inspección de la situación de los derechos humanos en Chile por organismos internacionales que el mismo sector aplaude hoy (yo también) cuando se hacen presentes en Cuba o en Venezuela, que votó ciegamente a favor de la Constitución de 1980, que volvió a hacer lo mismo en el plebiscito de 1988 y quiso prolongar 8 años la permanencia de Pinochet en La Moneda, que visitó a este en Londres cuando estuvo detenido, y que siguió considerándolo un estadista, y hasta un valiente soldado, no obstante que en el juicio que se le hizo en Chile no se defendió con la verdad, ni con coraje, ni menos con lealtad hacia sus subordinados a cargo del trabajo sucio en los peores años de su gobierno.
Con todo, se podría tener alguna esperanza en que políticos y parlamentarios jóvenes de ese sector, que en su papel de antecedentes no tienen las feas anotaciones antes señaladas, se abran ahora a un proceso constituyente que, si bien tomará un tiempo largo, resulta coherente con la complejidad del asunto y la sensatez con que es preciso tratarlo. Solo para ejemplificarlo de algún modo: puede esperarse que al menos algunos de los políticos del sector no sigan ya los dictados de los coroneles de la UDI (que durante el régimen de Pinochet eran solo conscriptos que subían cerros portando antorchas para celebrar a su ídolo) y consideren que es bueno empezar de una vez la marcha hacia una nueva Constitución que ni en su origen ni modo de aprobación tendrá nada que ver con la actual y que no está pensada como una revancha en contra de quienes apoyaron la del 80.
El proceso recién abierto mostrará si hay o no la nueva derecha que se nos ha anunciado tantas veces y que hasta ahora, salvo un chispazo por aquí y otro por allá -el cierre de Punta Peuco, por ejemplo-, pareciera permanecer cerrada a cambios que más le valdría acompañar con ideas en vez de continuar sembrando el pánico con argumentos tan débiles como «incertidumbre» o viendo una «retroexcavadora» en quienes, provistos de lápiz y papel (igual que en el plebiscito de 1988), se alistan para trabajar en las primeras etapas del proceso.
Se podría decir que una actitud positiva como esa sería patriótica, aunque prefiero calificarla con un adjetivo menos rimbombante: sobria. La misma sobriedad que habrá que tener al momento de escribir la nueva Constitución.