Sociedad civil y aborto

Sociedad civil y aborto

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La reciente decisión del Tribunal Constitucional -por la que se declaró inconstitucional el reglamento relativo a la objeción de conciencia institucional- ha sido celebrada como un triunfo de la sociedad civil, un logro de las asociaciones situadas entre el individuo y el Estado que, así, verían fortalecida su autonomía frente al Estado.

El argumento parece correcto.

Las instituciones cuyo ideario -un puñado de convicciones profundas- les impida practicar abortos podrán seguir celebrando convenios de atención ginecológica con el Estado. Si el tribunal hubiera considerado correcto el reglamento, esas instituciones se habrían visto obligadas, se dice, a elegir entre celebrar convenios de esa índole y traicionar su conciencia o, en cambio, ser fieles a su conciencia negándose a esos convenios. En cualquier alternativa, la autonomía de esos grupos se vería lesionada, ahogada de manera incompatible con una sociedad abierta.

Un examen de ese punto de vista muestra, sin embargo, que no es del todo correcto.

En él se confunde la subsidiariedad con la autonomía ideológica de los grupos intermedios.

La subsidiariedad, enseñaba Guzmán siguiendo a Vásquez de Mella y una vieja tradición, consiste en que el Estado debe necesariamente realizar aquellas tareas que los particulares no pueden emprender por sí mismos. El Estado, pues, actuaría en subsidio de los particulares. La autonomía ideológica es, en cambio, otra cosa. Aquí se alude a la posibilidad de esos grupos de promover sus principios, incluso aquellos que contraríen al Estado, y de recibir apoyos para hacerlo sin que ello importe injerencia estatal alguna. En un caso el Estado delega; en el otro se abstiene de cualquier injerencia.

El caso del aborto y la objeción de conciencia institucional permiten exponer esa distinción.

Los grupos intermedios pueden oponerse, como de hecho algunos de ellos lo hacen, al aborto y pueden educar generaciones enteras en esa convicción y hacerlo incluso financiando esa actividad con rentas generales. Esto es lo que ocurre con muchas instituciones educativas católicas. La autonomía ideológica de esos grupos intermedios e instituciones culturales queda así asegurada. Y hay buenas razones para que el Estado se interese en esa pluralidad, dentro de ciertos límites la financie y la aliente. Después de todo, mientras más ideas existan y principios circulen, el discernimiento de los individuos será más vigoroso e informado.

Pero el derecho a la autonomía ideológica de los grupos intermedios no puede traducirse en un derecho a que, con cargo a rentas generales, se financie la ejecución de actos o la realización de omisiones que, derivadas de sus principios, contraríen de manera excepcional el deber general de obediencia a la ley. Y eso es lo que ocurre cuando, esgrimiendo la subsidiariedad, se pretende que el Estado delegue la atención ginecológica en instituciones privadas a sabiendas de que son objetoras. La contradicción es obvia: se esgrime la subsidiariedad para delegar tareas (como la práctica de abortos) que los particulares ex ante se niegan a realizar. Y lo que la subsidiariedad exige es que el Estado delegue aquello que los particulares sí pueden ejecutar.

El problema puede también examinarse desde el punto de vista de las personas que, en los casos previstos en la ley, deciden practicarse un aborto.

Si la mujer que decide practicarse el aborto posee recursos propios, podrá asistir a la clínica cuyos médicos lo practiquen y pagar por ello. Esa mujer podrá elegir y no se verá expuesta ni a derivaciones ni tardanzas que pueden ser extremadamente lesivas. Si en cambio esa mujer carece de recursos, entonces deberá ir a un servicio estatal y allí donde no lo hay, deberá ir a uno privado que haya celebrado convenios de atención ginecológica con el Estado. Su derecho a ser atendida sufrirá, sin embargo, un desmedro, puesto que si la institución privada que celebró el convenio es objetora, entonces a pesar de actuar por delegación del Estado podrá negarle la práctica del aborto. Se configura así una situación que lesiona la igualdad y el deber del Estado: el Estado delega un deber suyo a sabiendas de que no se ejecutará exponiendo a la mujer a derivaciones y tardanzas que pueden ser muy lesivas.

Se ha presentado este debate en torno al reglamento del aborto como una lucha a favor o en contra de la autonomía de los grupos intermedios. No es el caso. La autonomía ideológica de esos grupos está garantizada y debe ser protegida; pero de allí no se sigue, como desgraciadamente parece creerlo el Tribunal Constitucional, que deba subsidiarse, a costa de las mujeres y con cargo a rentas generales, el incumplimiento, legítimo pero excepcional, del deber general de obediencia a la ley. (El Mercurio)

Carlos Peña

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