Mañana se cumplen cinco años del “estallido social”. Si las múltiples causas de este complejo fenómeno son objeto de análisis, diversas encuestas nos entregan valiosa información para evaluar ese período. Esta evaluación deja muchas sombras y pocas luces. Vivimos bajo el reino de la confusión. Esta palabra, cuya etimología apunta a una unión que se hace líquida (co-fundere), es otra clave para reflexionar. Pareciera que los chilenos nos “fundimos”, pero quedamos bien curtidos.
En la encuesta CEP tradicionalmente se pregunta por la identificación con la izquierda, el centro o la derecha. Si en la última encuesta un 42% se manifiesta de centro y un 17% en la derecha y en la izquierda, solo un 24% dice que “no sabe o no contesta”. En la encuesta de diciembre del 2019, en el apogeo del estallido, sucedió algo sorprendente: un 50% “no sabía o no contestaba”. Era tanta la confusión que la mitad de los chilenos ya no tenía brújula política. Y esa confusión fue la que nos condujo a la Lista del Pueblo, a la ilusión de los independientes, a la aparición de descendientes y beneficiarios de desconocidos pueblos originarios y a un florido programa de gobierno. Y entre tanta con-fusión, algunos perdieron la razón. Hoy reconocemos que la democracia liberal fue puesta en jaque.
Otro hecho relacionado con esa confusión fue la pérdida de confianza en todas las instituciones, salvo una. En la encuesta CEP se observa que durante el estallido las redes sociales vivieron su apogeo de confianza. La noticia instantánea e inmediata, sin reflexión ni serenidad, alimentó nuestra desorientación. Basta recordar cómo muchos se sumaron al coro de denuncias falsas. Entre tanta confusión, nos creíamos cualquier cosa. Pero en cinco años el cambio ha sido decisivo y sorprendente: en diciembre del 2019 solo un 17% confiaba en Carabineros (en la última encuesta salta a un 57%), un 24% confiaba en las FF.AA. (en la última, 51%) y un 25% en la PDI (ahora alcanza un 59%). Durante el “estallido social” tembló el Estado de derecho. Y ahora, enfrentando la delincuencia y una violencia galopante, buscamos refugio. El anhelo de esa seguridad perdida nos lleva a aferrarnos a algo. A estas alturas sería ingenuo desconocer lo evidente: la confusión abrió las puertas al narcotráfico y al crimen organizado.
Nuestro lenguaje también se confundió. La “diversidad”, un concepto liberal que nos une pese a nuestras diferencias, fue reemplazado por la “disidencia”. Esa soberbia disidente —aquí estoy yo, el bueno, y allá están los otros, que son malos, no saben o están equivocados— tuvo repercusiones. Ni el destacado jurista Agustín Squella escapó de la intolerancia: fue criticado y funado por defender la diversidad. Y en medio de esa pradera de confusión, prendió con fuerza el lenguaje inclusivo. Ese entusiasmo lingüístico se expandió a la esfera pública. La ministra de Salud acuñó el nuevo concepto “mapadre”, su subsecretario se refería a “los y las medicamentos” y el ministro de Educación hablaba de “las y los establecimientos”. Desde el Gobierno se promovía un “Chile de todes”. El lenguaje oficial de “nosotres” y los “niñes” cubría las pantallas. Y Bachelet también se subió a la ola saludando a los “chiquilles” y “amigues”. Incluso un juez de la República redactó un fallo sobre “lxs imputados”, sentenciando que “lxs constituyentes mencionadxs fueron detenidxs por funcionarios de Carabineros de Chile”. Aunque uno se pregunta: y ahora, ¿dónde están todes?, pareciera que recuperamos nuestro lenguaje.
Durante años fuimos un ejemplo en términos de seguridad. Ahora intentamos recuperarla. Y también fuimos líderes “top ten” en libertad económica. El último informe del ranking del Fraser Institute sobre libertad económica nos muestra que seguimos cayendo en picada. La confusión social, política y económica tiene costos. (El Mercurio)
Leonidas Montes