Muchas voces repiten, como un coro monofónico, el mismo mensaje: Donald Trump es un líder caótico, contradictorio y peligroso. La Casa Blanca estaría dominada por el “miedo” (así se titula el libro del periodista Bob Woodward sobre la administración Trump) y sometida a los espasmos incoherentes de un jefe bravucón y autoritario, cuyo compás moral a menudo anda perdido. Los colaboradores del presidente temen que pueda tomar malas decisiones y, si se le cree al columnista anónimo que escribió hace unos días en The New York Times, han organizado una suerte de “resistencia” interna para prevenir desastres y manejar a su jefe. Con Trump en la Casa Blanca, se dice, la democracia norteamericana y la paz mundial corren peligro.
Trump no es, por supuesto, un tipo querible. Errático, engreído, vociferante, agresivo, resulta desagradable. Pero también hay que reconocer que es un fenómeno político digno de ser analizado con mayor frialdad que la que exhiben sus detractores, cuya inquina contra el personaje les impide ver en él -como sostuvo hace unos días Barack Obama- “el síntoma y no la causa” de algo mucho mayor que ha ido incubándose desde hace largo tiempo en Estados Unidos y otros países.
Lo que no consigue digerir la autodenominada “resistencia” es lo que hay detrás de Trump: un rechazo frontal de parte significativa del electorado a la ideología cosmopolita, progresista y emancipadora de la élite y un reclamo por abandonar la ilusión de los conceptos grandilocuentes y asentarse en lo conocido, lo concreto y lo próximo. Esta realidad no es asimilable para la élite, porque ella no logra entender que exista alguien que rechace la modernidad como ella la concibe. Prefiere, entonces, tratar de ignorante, racista, xenófobo, fascista y otra serie de descalificativos aquello que no comprende. En ese sentido, el título del libro de Woodward –“Miedo”— habla más de las incapacidades cognitivas de la élite respecto de Trump y lo que éste significa que del estilo de gobierno de un presidente impredecible.
Trump representa a una porción importante de la población norteamericana que ha perdido la paciencia, hastiada de vivir en condiciones desmejoradas cuando se compara con una elite insensible y frívola que habita en una burbuja de confort y se resiste a salir de ella. Con mirada aguda, Trump ha sabido leer mejor que cualquier político la insatisfacción del proletariado blanco estadounidense. Éste se siente abandonado, pues sufrió hace rato la traición de un Partido Demócrata obsesionado con la política identitaria, y porque jamás fue considerado por el Partido Republicano tradicional, que nunca vio en él una base electoral fiable. Así, Trump ha ocupado un espacio que los políticos norteamericanos dejaron vacío.
Desde hace medio siglo ha ido surgiendo en Estados Unidos –la situación se reproduce casi sin variaciones en Europa y también, de alguna forma, en países como el nuestro— una nueva composición socioeconómica, donde la diferencia viene dada entre una élite que goza de altísimos estándares de comodidad y que promueve estilos de vida sofisticados, y unas clases populares que sufren las consecuencias de la aplicación de políticas públicas y normas de convivencia que han generado una pauperización alarmante. Esto no es teoría, sino una realidad apreciable para cualquiera que quiera asomarse a mirar los datos: los indicadores de divorcio, maternidad temprana y soltera, hogares monoparentales, adicción a las drogas, hacinamiento habitacional, violencia doméstica, deserción escolar, criminalidad, precariedad laboral y toda clase de distorsiones son mucho mayores entre la población socioeconómicamente deprimida.
Populistas como Donald Trump han sido capaces de interpretar la molestia de estos sectores y darles expresión política y electoral. Entendidos así, encuentran explicación muchos de los impulsos del presidente norteamericano, así como buena parte de su retórica indignada, su distancia de los medios tradicionales (voceros y miembros de la élite) y de la política como la conocemos. Trump y su discurso destemplado encarnan la insatisfacción y el disgusto de sectores que se han sentido desoídos por mucho tiempo, han sufrido un deterioro asfixiante en su nivel de vida y, como consecuencia, han acumulado niveles muy altos de frustración. Ellos ya no quieren seguir escuchando conceptos vagos acerca del progreso o los beneficios de la globalización. Al revés, se sienten víctimas invisibles de esos procesos.Aspiran, en cambio, a una política que atienda sus inquietudes y les ayude a devolver el sentido a sus existencias a través de lo que la filósofa francesa Chantal Delsol denomina el “arraigo” y la “particularidad”.
Las élites biempensantes no parecen estar dispuestas a hacer el esfuerzo por comprenderlo. Para ellas, los votantes de Trump son simplemente una casta de “deplorables”, como los calificó Hillary Clinton en un electoralmente costoso, pero muy sincero, desliz retórico durante la campaña de 2016. A pesar de que se declaran tolerantes y racionales, pierden la compostura ante gente como Trump y sus seguidores. Para referirse a éstos prefieren el adjetivo al sustantivo: denostar antes que tratar de entender. Eso puede ser fatal para ellas, no solo porque —como escribió Vicente Huidobro— el adjetivo, cuando no da vida, mata, sino porque la historia enseña que negarse a ver una realidad es el camino más seguro al fracaso y la obsolescencia. (El Líbero)
Juan Ignacio Brito