Aún no asume el Presidente Trump y su protagonismo se hace sentir. Las imágenes de su llegada y posterior participación en la inauguración de los trabajos de restauración de la iglesia de Notre Dame, fueron tan nítidas como indesmentibles. Difícil resulta determinar si los medios que cubrieron ese, y otros múltiples protagonizados por Trump, lo hacen siguiendo una línea editorial adaptada a las circunstancias o si responde a una especie de nerviosismo ante cambios en la escena internacional que intuyen de dimensiones cataclísmicas. Pese a ser sólo Presidente electo, desplazó a Biden de inmediato y casi por completo en el escenario público.
Estos últimos días, él y su entorno, han hecho anuncios, que, de concretarse, removerán efectivamente las realidades geopolíticas del planeta. Una buena cantidad de éstos han tenido como destinatario nuestro continente. Parafraseando a R. Kaplan, se puede afirmar que los anuncios serán un indicativo de que la cartografía puede de nuevo convertirse en un crucial discurso de poder.
Un primer anuncio a tener en cuenta es aquel relacionado con la compra de Groenlandia. En realidad, fue ya a fines de su mandato anterior cuando hizo público tal deseo. Como no alcanzó a configurarse en esa oportunidad un mecanismo concreto, el asunto cayó en el olvido. Se consideró casi un arrebato.
Pero quien no lo olvidó fue el propio Trump. Hay indicios que hablaba en serio. Por ejemplo, recordó que el silencio de Dinamarca lo llevó a declinar una visita oficial a Copenhague. Ahora insistió, asegurando que “poseer y controlar Groenlandia es una necesidad absoluta”. Se vienen momentos rudos. Si bien el gobierno danés replicó que hará inversiones masivas en seguridad y defensa, cuesta imaginar su efectividad ante tan fuerte deseo.
Lo de Trump no es nuevo en la historia estadounidense. La expansión territorial de EE.UU. ha ocurrido por vías no convencionales. Por ejemplo, mediante pagos. Thomas Jefferson compró Louisiana a Francia, la potencia colonial de antaño que se había apoderado de ella en 1682 y la había entregado a España un siglo después para readquirirla 1802. Fue en 1803 cuando Jefferson envió a París a James Monroe. La adquirió por US$ 15 millones. Con la enorme nueva masa territorial, más sus caudalosos ríos -especialmente el Misissippi- y la salida directa al Caribe, la posición geopolítica EEUU aumentó de manera gigantesca. Años después, en 1867, el Presidente Andrew Johnson (a sugerencia de un visionario secretario de Estado apellidado Seward), le compró al zar ruso Alejandro II un gélido territorio, que comprendía una porción del Ártico llamada Alaska. Pagó poco más de US$ 7 millones y, de nuevo, la proyección territorial de EE.UU. creció de manera muy notable. La geopolítica mundial cambió de manera muy sustancial. Por ejemplo, Rusia dejó de ser un país americano.
Por otro lado, hace también muy pocos días, durante un encuentro del Partido Republicano en Arizona, Trump puso sobre la mesa otro tema impensado y que a oídos latinoamericanos suena descabellado. Calificó de exorbitantes las sumas de dinero que cobra Panamá por el uso del canal bioceánico. Como se sabe, la ruta fue propiedad estadounidense y entregada por el Presidente Jimmy Carter por medio de un tratado firmado con el entonces Mandatario panameño, Omar Torrijos. Todo eso a finales de los 70.
Sin embargo, la lógica trumpiana parece ahora una espada de Damocles sobre Panamá. Dijo que “si no se respetan los principios tanto morales como legales, de este magnánimo gesto de donación, exigiremos que se nos devuelva el canal de Panamá, en su totalidad y sin cuestionamientos. Las tarifas -añadió- no tienen en cuenta la extraordinaria generosidad que tuvo EE.UU. al cederle tontamente la gestión del canal”. Pidió a los funcionarios panameños que se guíen en consecuencia. Además, ha dicho que la presencia china en el canal compromete la seguridad estadounidense.
Casi en paralelo, uno de sus más cercanos asesores, y futuro co-responsable de un Departamento de Eficiencia Gubernamental, Elon Musk, hizo comentarios que parecen anuncios fatídicos en Europa. El blanco utilizado fue Alemania.
Lanzó aseveraciones de tipo electoral que calaron muy hondo en las élites políticas alemanas, especialmente al interior del gobierno de Olaf Scholz. Podría decirse que sus palabras acentuaron el carácter agónico del gobierno “Semáforo”, como se le denomina a esa coalición por los colores partidistas de sus integrantes; rojo de la socialdemocracia, verde de Los Verdes y amarillo de los liberales.
Como se sabe, estos últimos empezaron a tomar distancia de Scholz y hace no más de dos meses terminaron de elaborar un documento -filtrado convenientemente a la prensa- donde quedó sellada la suerte del gobierno. El llamado Documento para un cambio de Coalición (Paper zum Koalitionwende) debilitó severamente a Scholz. Este no captó la profundidad de la jugada del pequeño pero vital partido liberal y pidió una moción de confianza al Bundestag. Al ser rechazada, se generó un cuadro inviable y las elecciones anticipadas se tomaron la agenda local, generando un ambiente de incertidumbre debido a la desorientación general por el rumbo económico del país y a los cambios políticos globales que se avecinan.
En ese cuadro, Musk dijo que el partido Alternativa para Alemania (AfD) era el que más le convenía en estos momentos a los alemanes. “Sólo AfD puede salvar a Alemania y este partido no es extremista, como se dice, sino uno del sentido común”. Las fuerzas políticas tradicionales alemanas recibieron con espanto dichas palabras. La candidata de AfD, Alice Weidel las agradeció públicamente y, de paso, recordó que AfD fue el único partido alemán en apoyar de manera explícita la candidatura de Trump, y que Scholz apoyó abiertamente a K. Harris. En aquel país se ha desatado un nerviosismo pocas veces visto. Los resultados de las últimas encuestas que apuntan efectivamente a un posible triunfo de Weidel. Sin embargo, es casi imposible que se imponga a alguna coalición formada apresuradamente para detener su ascenso. Las palabras de Musk fueron tomadas como un acelerante de una tendencia, que, de configurarse, sería tomada como una catástrofe en el escenario electoral alemán.
Catástrofe por una razón muy simple. Los sucesivos triunfos regionales (y posiblemente federal ahora en febrero) de Alternativa para Alemania van a contrapelo de no pocas medidas en su contra, adoptadas por las autoridades, que lo consideran un partido extremista. No es un misterio que AfD esté siendo observada estos últimos años por el servicio de inteligencia interior, el Bundesamt für Verfassungschutz (BfV). Lo mismo ocurre con otro partido de tenor parecido surgido en los últimos años, la Unión de los Valores (WerteUnion). Pero no sólo las elecciones y las palabras de Musk complejizan las cosas. WerteUnion está dirigido por Hans-Georg Massen, quien fuera director general del BfV entre 2012 y 2018.
Por último, lo de Musk no se limitó a lo electoral. También comentó el atentado terrorista (un atropello masivo e indiscriminado), ejecutado por un saudí contra visitantes de un mercado navideño en la ciudad de Magdeburg, y que tiene conmocionada a la sociedad alemana. Sus palabras fueron lapidarias con Scholz y Merkel. “Quien debe ser castigado es quien lo dejó entrar, el gobierno saudí pidió su extradición hace tiempo y las autoridades alemanas hicieron caso omiso”, dijo Musk. Al Canciller actual le dedicó palabras de grueso calibre. Lo más suave que le dijo fue incompetente.
El liberal pensador israelí, Yuval Harari, a quien nadie podría achacar simpatías por Trump ni por Musk, escribe en su último libro, Nexus, que la disruptividad que éstos protagonizan significa una transformación de los antiguos partidos conservadores, los cuales se estarían mutando a otra, de naturaleza revolucionaria radical. A su vez, los antiguos partidos progresistas podrían pasar a ser guardianes del viejo orden.
Más allá de las opiniones, ¿habrá alguna posibilidad de sustraerse de este conjunto de tendencias? (El Líbero)
Iván Witker