NO QUIERO dejar de escribir algunas líneas a propósito de la muerte reciente del escritor y filósofo italiano Umberto Eco.
Comienzo recordando la impresión que me causó leer, de adolescente, “El Nombre de la Rosa”. Mi interés por lo medieval, el mismo que, de niño, me había hecho disfrutar las narraciones románticas de Sir Waler Scott por ejemplo “Ivanhoe” y espantarme con los crímenes horribles de “Los Reyes Malditos”; se veía ahora alentado por el ambiente misterioso de una abadía ubicaba en medio de las montañas.
El libro respira, además, amor por los libros. Y esto, para alguien que a los 14 años ya estaba definitiva e irrevocablemente enamorado de la lectura fue una razón adicional para fascinarme con los vericuetos de la biblioteca fantástica de los monjes y la obsesión del fanático que, a toda costa, quiere mantener oculta la obrita en que Aristóteles habría elogiado la risa.
Años después, habiendo ingresado ya a estudiar a la Facultad de Derecho, comenzó a interesarme el problema de la interpretación jurídica. Fue desde allí que me desplacé a los temas más generales de la hermenéutica y pude encontrarme de nuevo con Eco, no ya como novelista sino como experto en semiótica (recomiendo especialmente su libro “Los límites de la interpretación”).
En los años siguientes leí “Apocalípticos e Integrados” aquel trabajo de mediados de los 60 en que incursiona por primera vez en el examen lúcido de la cultura popular y de la sociedad actual. Debo confesar, en todo caso, que las novelas de Eco post ”El Nombre de la Rosa” no me han llamado demasiado la atención. Hago sí una salvedad con “Número Cero”. Esta, su última obra, contiene una magistral denuncia de los excesos a que puede llegar un seudoperiodismo puesto al servicio del dinero.
Invito a leer una carta abierta que escribió el 2014 dirigida a su nieto adolescente. Lo insta a leer y a ejercer la memoria. Lo invita a no delegar en los ordenadores toda la actividad intelectual.
La preocupación de Umberto Eco por el estado de nuestra esfera pública fue un asunto recurrente en sus últimas intervenciones públicas. Le aterraba el efecto infantilizador que puede producir una dependencia acrítica de las llamadas redes sociales. Tuvo palabras duras para señalar que Internet le estaba dando patente de corso a los idiotas y los ignorantes.
En entrevista al diario El País, allá por 2014, hacía un llamado especial a los medios de prensa escrita tradicionales a efectos que no sucumbieran a la tentación de la inmediatez y la simplicidad. Les pidió que, en vez de doblegar sus agendas a los afanes y estilos del puñado de hiperventilados que se la pasan todo el día posteando reflexiones en 140 caracteres, se preocuparan de seguir informando con calidad, oportunidad y pluralismo.