La aprobación de la reforma de pensiones puede echarle buena cuerda al reloj político, que venía agripado y boqueando hace rato.
Se le ha entrado, por fin, luego de 10 años de exasperante demora, por un gobierno de izquierda y un Congreso fraccionado, a unos de los tópicos más complejos, como es el de discernir el deber intergeneracional de solidaridad de los trabajadores activos para con los pasivos; la magnitud del apoyo estatal a estos; decidir el ahorro forzoso a que debe ser sometida una persona libre, en previsión de sus carencias futuras; cuánto gravar el costo salarial para las empresas; la administración pública o privada del mayor capital de fondos en el país; la competencia que debe haber entre los privados que administran y un largo listado de cuestiones en que ideologías y emociones nos distancian como pocos otros temas pueden hacerlo.
No por nada hemos tardado más de 10 años en alcanzar un acuerdo, en condiciones que desde el día uno estuvo clara la necesidad de subir significativamente las cotizaciones.
Algo de la carga —como siempre— deberá arreglarse en el camino. Con todo, no he escuchado a nadie decir que los ripios y riesgos de la reforma sean mayores a los que representaba no hacer cambios. Los camellos no son animales despreciables. También se harán patentes otros desafíos, sin los cuales no hay política previsional que resista, como aumentar el trabajo formal e indexar la edad de jubilación a la expectativa de vida.
Aunque a nadie le parezca perfecta, la reforma verifica un hecho político mayor para todas las fuerzas políticas. Las de izquierda, en un acto de realismo político digno de encomio, han reconocido la derrota de la tesis refundacional que entusiasmó sus almas puras hasta hace muy poco, cuando todo parecía perdido para el ahorro previsional en cuentas individuales y para la administración privada de los fondos.
No debe haber sido fácil abandonar esa ilusión de poder recrearlo todo cuando hace tan poco la realidad decía que los sueños eran posibles. Reconocer que el viento ha cambiado y que ya no corre en la dirección que se quería, sino a contramarcha, no es fácil y el Presidente ha hecho ese giro. Si la ciudadanía lo premia, si el Gobierno sube en su aprobación luego de esta reforma, entonces habrá más posibilidades que muchos en esa izquierda, que estaba constituida de tanto testimonio y voluntarismo, vaya reconociendo los límites que impone la realidad y comience a valorar las virtudes del reformismo.
El desafío más difícil será recordarlo cuando sean oposición, cuando los laureles se los lleven otros y vuelva ser fácil decir que hay razones para quemarlo todo. Crecen también las probabilidades que ese grupo, que seguirá siendo un actor importante en nuestra política, se rinda a que no hay alternativa a la economía de mercado; que la discusión es cómo y cuánto regularla y no cómo es posible sustituirla.
Más allá de votos individuales, el único bloque que se opuso a la iniciativa, la extrema derecha, quedó aislada y derrotada, acompañada de los inversionistas de las AFP que, con su declaración, demostraron no entender ni de derecho ni de política. Por cierto, Chile Vamos no romperá con ellos; pero la lección que les queda es que las grandes realizaciones gubernamentales tienen que acordarlas con el centro y con la izquierda. Todo un dilema para Evelyn Matthei que partió haciendo prevenciones al proyecto, en vez de intentar conducirlo y, cuando ya estaba en la puerta del horno y más se necesitaba su empujón para terminar de cuadrar a los suyos, renunciando a su liderazgo, decidió hablar de migraciones, con un lenguaje belicoso y de espalda a los números.
Por último, el proyecto se aprobó en un Congreso fraccionado; en aquel que muchos nos habíamos acostumbrado a predicar que no podía acordar nada relevante, el que frustraba la gobernabilidad. ¿Qué lo hizo posible? Una vez más, el acuerdo de los grandes bloques. Si la reforma se explica bien y termina por gozar de legitimidad social, como es probable; esos dos grandes bloques sacarán la lección de que es factible converger, aislar y derrotar a los que hacen política en nombre propio.
La aprobación del proyecto de pensiones llega, por desgracia, ad portas de un período electoral, que inevitablemente tiene declive hacia la política menor, la hojarasca, la ansiedad comunicacional y los personalismos. Con todo, este acuerdo tiene potencialidad para hacernos salir de la parálisis política que nos ha dominado por los últimos 15 años. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil