Seguramente, don Eduardo se enorgullecía de ser habitante de una Playa Ancha que se autoproclama «república independiente». Como todo porteño profundo, miraba con orgullo todos los días el horizonte y el mar. Valparaíso es una ciudad donde la pobreza no se esconde hipócritamente y donde la gente es amable y educada: siempre me ha impresionado el hecho de que las personas se saludan cuando suben a los ascensores, en este puerto acostumbrado a acoger a visitantes de las más diversas procedencias.
Perfectamente pude haberme cruzado alguna vez con don Eduardo en uno de los ascensores o en el plan. En esta ciudad uno puede encontrarse con la misma persona más de una vez al día. Valparaíso es una ciudad de encuentros, ciudad que da la cara, no como los encapuchados que se afanan en destruirla y sumirla en el terror. Esos encapuchados sin rostro, seguramente nunca han leído a Carlos León, no entienden lo que es un edificio patrimonial como el que incendiaron sin piedad y desprecian la vida de los habitantes de estos cerros, porque en su discurso, el ser humano es solo un medio para una causa abstracta, y no un fin. Estos encapuchados son tan ajenos a esta ciudad como los turistas santiaguinos de fin de semana que usan a Valparaíso como escenografía para una selfie . Son la expresión de un nuevo fascismo autodenominado «anarquista». También usan a Valparaíso como escenografía para sus «performances», que buscan instalar el terror en el corazón del espacio público.
Ellos son el peor rostro de un nihilismo que está completando la destrucción de lo público iniciada hace décadas: sí, porque los extremos se tocan. Al incendiar la calle, lugar de encuentro y tránsito libre de los ciudadanos, están expulsando a los habitantes de su propia ciudad y están destruyendo la política, que nace de la «polis», el lugar común.
¿Por qué el Estado ha fracasado en defender a los hombres de Playa Ancha, de la Pintana, de La Araucanía, de donde sea? ¿Por qué estos encapuchados actuaron con tanta impunidad, frente a los servicios policiales y las cámaras de televisión? Porque nuestro Estado se ha debilitado, atrapado en un discurso culposo sobre los «derechos», que parece privilegiar, sobre los otros derechos, el «derecho» a destruir.
Nuestro espacio público está devastado y nuestra política en ruinas. ¿No parece el ministro del Interior un fantasma hamletiano de un palacio vacío? Por otro lado, los dirigentes estudiantiles y sindicales dejaron de ser los protagonistas de las movilizaciones y se convirtieron en los teloneros de un aquelarre de pillaje y destrucción. Ellos deberían no convocar a nuevas movilizaciones por ahora, como señal de luto, y enfrentar sin ambigüedades a quienes asesinan a la gente del pueblo. Pero eso requiere coraje, escaso en estos días.
De la derecha ni hablemos, porque ella dejó de creer en lo público hace décadas y su obsesión fue privatizarlo todo, incluidos los barrios y ciudades de nuestra infancia. ¿Quién hace de muro de contención, entonces, entre la violencia callejera y los ciudadanos? Nadie ni nada. Y esa nada, donde no hay contornos ni límites, donde nadie da la cara, es el espacio vacío que reemplazó al espacio público y es ahí donde estos encapuchados se sienten poderosos e impunes. El viejo puerto que vigiló la infancia del Gitano Rodríguez, de Carlos León y de tantos niños de estos cerros está llorando porque ha muerto un hombre de Playa Ancha. Y todas las campanas de los cerros debieran sonar juntas. Y tú, lector, no preguntes por quién están sonando, porque están sonando también por ti. (El Mercurio)