El debate sobre la violencia contra las mujeres venía degradándose desde la década pasada. Fue entonces cuando, al interior de los movimientos universitarios, proliferaron las acusaciones de violación y acoso sexual contra estudiantes o profesores; y la humillación pública para los “condenados” en las respectivas asambleas.
A partir del 2019, en pleno estallido, debatir razonablemente sobre la condición de la mujer —y especialmente la violencia— fue casi imposible. Se cancelaron el intercambio de visiones, la evidencia, el razonamiento jurídico y se normalizaron las funas y juicios populares en redes sociales.
El Frente Amplio, encarnado en único representante político del problema y sus víctimas, se arrogó el monopolio de la verdad, los términos para referirse públicamente a la violación, el abuso, el acoso y para juzgarlos.
Pasamos en un suspiro de las garantías constitucionales, el Código Penal y toda la institucionalidad para denunciar, perseguir y sancionar —también para defenderse— a las consignas. Del amparo para denunciantes y denunciados en el Estado de Derecho, a la inquisición de una izquierda redentora, la narrativa de Las Tesis y el “Yo te creo, amiga”.
Es evidente que el caso Monsalve no tiene comparación con la denuncia contra el Presidente Gabriel Boric. El primero vincula al exsubsecretario con uno de los delitos más graves, respecto del cual se ha difundido abundante información en los medios y en varias audiencias en un tribunal. La segunda exige prudencia, no solo porque afecta a la primera autoridad de la República, sino también porque, con lo que sabemos hasta ahora, no es pecado pensar que se trata de una imputación falsa (otra cosa es la confusa manera cómo el Gobierno lo ha abordado).
Las mujeres que denuncian delitos contra su integridad han enfrentado históricamente la sospecha, la afectación de su reputación, la amenaza. Pasan por un infierno y, no pocas veces, hechos que quebraron su vida quedan en la impunidad. El país entendió hace décadas que, por esas razones, la ley debe otorgarles protección y reserva, y las instituciones responsables un piso de credibilidad, todo ello, por cierto, compatible con la presunción de inocencia.
La banalización de la violencia contra las mujeres, su apropiación como botín político y arma contra el adversario no pueden ocultar uno de los problemas más severos del país y el desafío que tiene para resolverlos.
Si bien la tasa de femicidios en Chile (0,5% por cada 100 mil mujeres) es la más baja de América Latina (1,4%), cerca del 20% de las víctimas había registrado denuncias previas contra el victimario. De acuerdo con la ENUSC, en 2023 se denunciaron más de 24 mil delitos sexuales, la mayoría de las víctimas son niñas y mujeres. Frente al crimen y a la delincuencia común, también somos más vulnerables y hemos vivido con un toque de queda autoimpuesto: el 83% de las chilenas se siente insegura caminando sola en la noche en el barrio donde viven (versus un 46% a nivel mundial).
En nuestro país, la igualdad de condiciones y derechos para hombres y mujeres ha sido abordada como una política de Estado. Los cambios, incluyendo importantes reformas penales, fueron pasando de un gobierno a otro desde 1990, cada uno mejorando lo que recibía. Y tanto en los de centroizquierda como en ambos mandatos del presidente Piñera, se consagraron avances significativos en todas las dimensiones. Desde luego persisten brechas, y la tarea de la política es contribuir a resolverlas, no solo denunciarlas.
Los hechos que se han ventilado en el último tiempo pueden ser una oportunidad para que este severo y doloroso problema, que afecta a miles de mujeres, vuelva al lugar desde donde nunca debió salir: el debate serio, sin ideología; las instituciones y el Estado de Derecho. (El Mercurio)
Isabel Plá