Esta semana ocurrió un hecho que transformará la sociedad chilena más que cualquier asalto utópico o ideológico.
Se trata de la celebración del Acuerdo de Unión Civil.
Ese acuerdo permite que las parejas homosexuales accedan a un rito que si no es el matrimonio (al que sin embargo debieran tener derecho), lo remeda, y que en cualquier caso les confiere un reconocimiento que hasta ahora, como consecuencia de prejuicios, creencias religiosas, temores atávicos, formación reactiva o simple barbarie, se les negaba. Si hasta hace poco las parejas homosexuales eran toleradas a condición que se abstuvieran de ejercer su sexualidad (que es lo que todavía les aconseja la Iglesia Católica) o a cambio que mantuvieran su condición en secreto o la ejercieran con sigilo (so pena de la burla, desprecio o incluso agresión física), de ahora en adelante, las que lo prefieran, podrán comprometerse ante la ley, y de esa manera ejercer su forma de vida en la esfera pública de igual modo que cualquier otra.
Es difícil exagerar la importancia de ese paso.
Ortega y Gasset solía decir que las verdaderas revoluciones no se llevan adelante contra los abusos, sino contra los usos. Lo verdaderamente revolucionario, decía, no consiste en combatir los abusos o injusticias que una persona o una clase efectúa contra otra (hay que combatirlos, por supuesto, pero eso no constituye una revolución), sino destruir poco a poco los usos sociales que no están a la altura de los tiempos. Los usos sociales, explicaba, son esas pautas mudas de comportamiento, esos prejuicios atmosféricos con que las personas se mueven acríticamente en la vida, y en base a los cuales se relacionan unas con otras, esos valores y formas de vida que se han vuelto hegemónicos y que definen el perfil de una época.
¿Cuál uso social es el que principia a deteriorarse con las ceremonias celebradas este jueves?
Desde luego, y el más importante, la creencia de que hay formas de vida que por su orientación sexual no merecen el amparo de la ley. Ese uso social (impregnado de catolicismo conservador) pretende distinguir el trato que los ciudadanos merecen de parte del Estado, atendiendo a las decisiones que ellos adoptan respecto de su sexualidad. Se trata de un criterio gravemente iliberal, que desconoce el hecho de que una sociedad abierta debe aceptar que las personas decidan lo que les plazca en la esfera de asuntos que les atingen solo a ellas. La orientación sexual, como la amistad, el amor, la fe religiosa, los ritos neuróticos, el consumo de sustancias de variada índole o cualquier cosa que afecte solo al sujeto que las decide, sin invadir la autonomía de otro, deben ser un coto vedado al Estado, el que, por lo mismo, no debe inmiscuirse, para, en cambio, tratar a las personas con prescindencia de las elecciones que hagan en esos ámbitos.
Pero no es lo único.
Junto con destruir la idea de que el Estado tiene razones para inmiscuirse en la esfera de la sexualidad, el Acuerdo de Unión Civil confiere el reconocimiento a formas de vida que hasta ahora estaban condenadas a ser invisibles.
Fue Hegel quien (en la «Fenomenología del espíritu») llamó la atención acerca del hecho de que era propio de los seres humanos anhelar que el valor que cada uno se confiere a sí mismo, sea reconocido también por los demás. Esta pulsión por el reconocimiento (que anima también a otras minorías, como las indígenas) ha tenido un importante éxito con el Acuerdo de Unión Civil. Las parejas que pactaron esa unión lo hicieron (así lo declararon algunas) animadas por propósitos pragmáticos; pero al comparecer ante el oficial civil (que para estos efectos suspendió su huelga por algunas horas) seguramente sintieron, siquiera por un momento, que lo suyo ya no era, como debió serlo en la escuela, en el barrio o en el trabajo, motivo de vergüenza o de rechazo.
En estos tiempos en que la esfera pública ha estado anegada por anhelos de comunidad y de cohesión social, por la ilusión de que las sociedades son una masa compacta en la que todos deciden por todos, el Acuerdo de Unión Civil, que obliga al Estado a respetar las decisiones del individuo -especialmente de quienes se apartan de las formas de vida de la mayoría-, es un verdadero respiro liberal.