La reforma de pensiones que está encaminada para ser aprobada por el Congreso y firmada por el Presidente Gabriel Boric implica evidentes riesgos. Para que funcione, la clase política deberá comportarse de forma fiscalmente responsable y deberá evitar ceder ante la tentación populista de ir echando mano a los fondos de los trabajadores para mejorar el gasto público o aumentar las pensiones de los jubilados actuales en años electorales.
Los que defienden la reforma aseguran que la clase política se comportará de forma responsable. Pero la evidencia acumulada, al menos desde el estallido social de 2019, es que no se puede confiar en que la clase política chilena se comporte de forma responsable y resista a la tentación de adoptar medidas populistas en los próximos años.
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En una buena parte de la élite política y empresarial del país hay una evidente nostalgia por el Chile de los 90 y 2000, cuando la democracia de los acuerdos permitió al país hacer una exitosa transición a la democracia, generando crecimiento económico, multiplicando las oportunidades y expandiendo con fuerza el tamaño de la clase media. Comprensiblemente, muchos líderes quisieran volver a recrear esa democracia de los acuerdos que permitió a sectores que fueron enemigos durante la dictadura sentarse a forjar acuerdos que fueron respetados por todos y que constituyeron el cimiento para atraer inversión que permitió hacer crecer la torta y repartirla mejor.
Esa nostalgia de los años de la república concertacionista lleva a muchos a mirar el acuerdo negociado entre el gobierno y la oposición con buenos ojos. Alegando que como la clase política ya demostró voluntad para respetar los acuerdos en los 90 y los 2000, el acuerdo que se ha negociado ahora será respetado también en los próximos 20 años.
Pero ese optimismo, aunque deseable y bien intencionado, no se justifica dada la nueva realidad del país. Desde el estallido social de 2019, la democracia de los acuerdos fue remplazada por la democracia del oportunismo, el populismo y la irresponsabilidad fiscal. La clase política en su conjunto no trepidó en entregar la Constitución -que el Presidente y los legisladores juraron y prometieron hacer valer- para calmar la violencia y el descontrol que se apoderaron del país en las semanas posteriores al estallido. La violencia no se detuvo con la firma del acuerdo de noviembre de 2019. La irrupción del Covid-19 puso fin a la violencia en las calles. Pero en los pasillos del Congreso, los legisladores siguieron actuando con el descontrol e irresponsabilidad propios de los países bananeros y populistas. El abuso de las acusaciones constitucionales como herramienta de presión políticas, los retiros de fondos de las AFP y el déficit fiscal abultado se convirtieron en la nueva normalidad de Chile.
Si por 30 años Chile se había comportado como un alcohólico en recuperación ejemplar, en 2019 el país volvió a caer en la botella y se puso a tomar de forma desmedida hasta terminar botado en la calle. El proceso constituyente fue la demostración de que el país había vuelto a ser el borracho de la esquina que da pena y lástima. Es verdad que, en el plebiscito de septiembre de 2022, una amplia mayoría de las personas decidieron voluntariamente llevar al país a la clínica de rehabilitación. Desde septiembre de 2022, el país se ha comportado mucho mejor. Chile es un alcohólico en recuperación que se ha mantenido abstemio por poco más de dos años.
Pero no podemos olvidar que, entre 2019 y 2022, el país tuvo una recaída alcohólica. Como ocurre con todo alcohólico en recuperación, para evitar una nueva recaída, hay que evitar que esa persona tenga oportunidades para tomar o la tentación de volver a caer en el alcoholismo. Esta reforma de pensiones va a entregar miles de millones de dólares al control de una clase política que recién lleva dos años sin tomar después de haber estado por varios años presa del alcohol. Es iluso esperar que esta clase política que conocemos bien se comporte de forma responsable y no ceda a la tentación de cambiar las reglas en el futuro para aumentar las pensiones de los ahora jubilados y firmar más cheques a fecha -que no tendrán fondo- para los trabajadores actuales.
Esta reforma podría haber tenido sentido de haberse adoptado antes de 2005. La clase política de entonces demostró capacidad de cumplir sus compromisos y actuar de forma irresponsable. Esperar esa misma responsabilidad de la clase política actual equivale a mandar a un alcohólico en recuperación a cuidar la botillería. Aunque esa persona tenga toda la voluntad de hacer las cosas bien, la tentación de volver a hacer las cosas mal será demasiado grande.
Chile necesita una reforma de pensiones que aumente las cotizaciones mensuales de los trabajadores minimizando el impacto negativo en el empleo formal. Pero introducir un componente de reparto en el sistema de pensiones equivale a poner al alcohólico en recuperación a cuidar la botillería. El riesgo de que haya una recaída es demasiado grande.
Nadie sabe qué depara el futuro, pero es razonable expresar dudas sobre la conveniencia de entregar a una clase política que se ha comportado de forma muy irresponsable las llaves que le permitirán echar mano a los ahorros para las pensiones que debieran ser de propiedad de cada trabajador. (El Líbero)
Patricio Navia