Las encuestas recientes muestran una preferencia creciente por rechazar la propuesta constitucional que será sometida a la consideración del electorado en el plebiscito de diciembre. Quienes la aprobarían alcanzan en el mejor de los casos al tercio de los encuestados, demasiado poco para el anhelo de esa “casa de todos” que pareció que íbamos a construir entre todos -valga la redundancia-, después del 78% que se pronunció a favor de una nueva Constitución en octubre de 2020. Casi tres años después la posibilidad de verlo cumplido asoma incierta y cada vez más lejana.
Notablemente, una mayoría de quienes se inclinan por votar “en contra” se muestran ya convencidos de hacerlo así, tres meses antes del acto electoral y cuando todavía no se conoce el texto definitivo que emanará del proceso constitucional. Esta es la mejor prueba que lo que mueve al electorado no es la propuesta constitucional en discusión. Tampoco una supuesta preferencia por el estatus quo constitucional, en lo que sería una improbable revaloración de la Carta Fundamental que nos rige actualmente. Todo indica que son otras las pulsiones que subyacen al que podría ser un segundo y no menos impactante rechazo en diciembre. Uno que, esta vez sí, dejaría exánime al sistema político -que no termina de comprender bien el peligro que corre en esta vuelta.
El escaso interés que despierta el proceso constitucional no es, en principio, un problema. A medida que se aproxime la fecha del plebiscito y se informe ampliamente de los contenidos del texto definitivo, puede apostarse que, aunque forzados por el voto obligatorio, crecerá el interés de los electores de cara a una decisión que conserva su carácter trascendental. Lo que sí es un problema es que parte de ese provisorio desinterés está influyendo ahora mismo en una respuesta desfavorable de los encuestados, contribuyendo por esa vía al anticlímax constitucional que revelan los estudios de opinión pública.
En cambio, el hastío con el proceso y con la clase política que le dio vida en primer lugar -que no es lo mismo que desinterés sino que algo mucho peor-, podría mantenerse inalterado hasta el momento de votación y constituirse en un factor decisivo en el resultado. Se ha venido incubando una rabia con el sistema político que intoxica a todo lo que emana de él, tanto así que el proceso constitucional podría convertirse en su víctima predilecta. Después de todo es una construcción institucional que lleva el sello indeleble de la clase política que le dio origen en noviembre de 2019 y cuyo sonoro fracaso en el plebiscito de salida fue una campanada de alerta: no se debe tentar a un electorado desconfiado y, sobre todo, irascible.
Pudo creerse que esta vez bastaba con evitar los disparates en que incurrieron los convencionales y adoptar una inobjetable corrección formal para hacerle el quite al enojo de la ciudadanía. Pero es una ilusión óptica: la anomia -devenida por momentos en rabia- ha hecho presa de la sociedad chilena, y ninguna institucionalidad se libra de ella, incluso una que ha guardado escrupulosamente las formas como el Consejo Constitucional.
Con todo, bien se sabe que la rabia no es buena consejera. Si el furor se vuelca en un voto de rechazo -como lo sugieren las encuestas- se mantendría incólume la parálisis decisoria de un sistema político fragmentado, justo lo que tiene a la ciudadanía enrabiada. ¿Cómo es eso de votar “en contra” para que todo siga igual, mientras que votar “a favor” tendría al menos el mérito de dejar definitivamente atrás la Constitución que nos rige, trayendo aire fresco y, de paso, un rediseño del sistema político que es urgente implementar? Ya por esto valdrá la pena aprobar el nuevo texto constitucional, para no mencionar la simbólica constitucionalización de los derechos sociales. No es poco en tiempos en que modificaciones institucionales de ese calado resultan casi imposibles en medio de la fragmentación y la polarización.
Vaya contradicción vital: votar “en contra”, lo más parecido a un voto de protesta inútil contra los políticos y su institucionalidad, para que todo lo que se aborrece en el actual estado de cosas siga exactamente igual al día siguiente del plebiscito. Alguien tendrá que alertar a los votantes de tamaña inconsistencia. Una suerte de “alerta amarilla” dirigida a esa masa de electores que acudirá a las urnas en uno de sus peores momentos -el ánimo nacional está por los suelos- para decidir el destino de la nación. (El Líbero)
Claudio Hohmann