Después del plebiscito de septiembre el gobierno ha ido paulatinamente asumiendo la dura realidad de un resultado que nunca estuvo en sus cálculos. El cambio de gabinete inmediatamente posterior, juzgado insuficiente por algunos, ha terminado por consolidar al Socialismo Democrático en el corazón de la conducción del gobierno. No es poca cosa para una administración que no simpatizaba con esa centroizquierda –más bien la despreciaba– que gobernó en las últimas décadas. La sorprendente designación de Mario Marcel en Hacienda fue más el producto de la necesidad, en una alianza que carecía de economistas con su conocimiento y experiencia, que una concesión política a una socialdemocracia eclipsada con el advenimiento de la nueva izquierda.
No debe haber señal más elocuente de este cambio de aire y rumbo que la ratificación del TPP11 que el Ejecutivo se apresta a decretar antes de terminar el año. Una iniciativa como esa no tenía ninguna viabilidad política antes del 4 de septiembre y en cosa de meses está punto de convertirse en realidad. Otras ideas que chocaban con las convicciones de buena parte del personal que asumió en el gobierno en marzo pasado también van encontrando un lugar en lo que el propio Presidente Boric ha denominado el segundo tiempo de su administración.
Pero es apenas el comienzo. No se puede olvidar que, aunque por momentos pareciera que el gobierno ha estado un largo tiempo en el poder, porque ha sido un periodo pletórico de acontecimientos –y de no pocos agravamientos–, Boric lleva poco más de ocho meses gobernando. Y ahora se las ve con enormes desafíos que el plebiscito dejó temporalmente en la trastienda (hace tres meses la plurinacionalidad y el sistema unicameral colmaban el relato y las pasiones políticas). De pronto, el gobierno se ve necesitado de la iniciativa legislativa que no quiso desplegar en su primer tiempo. Y ha respondido prontamente moviendo una pieza mayor en el tablero político: la reforma de pensiones, la de mayor calado en mucho tiempo en el país. Habrá que remontarse a la Ley de Concesiones de 1991 o a la Reforma Procesal Penal de 2002, entre otras, para encontrar iniciativas legales de semejante amplitud y profundidad.
No es posible exagerar la importancia de este proyecto de ley. Se trata de la reforma más importante de todas las que el sistema político (entendido como la suma del Ejecutivo, el Parlamento, y las alianzas y partidos políticos) tiene por delante en los próximos años. Aunque parezca un contrasentido, ni siquiera la elaboración de una nueva Constitución, la ley de todas las leyes, se le equipara. Entre otras cosas porque en este caso no hay escapatoria posible: el sistema político deberá terminar dando a luz, más temprano que tarde, a una reforma al régimen de pensiones vigente, casi con toda seguridad con algo de reparto al que la derecha tendrá que avenirse –para financiar un mejoramiento de las bajas pensiones de un grupo no menor de afiliados– y con cuentas individuales que la izquierda deberá terminar aceptando con todo el pragmatismo que sea capaz de poner en la mesa (el proyecto de ley es un paso en esa dirección). O, en caso contrario, el sistema político perderá peligrosamente la legitimidad y confianza que aún le resta, con imprevisibles consecuencias. Se juega en esta vuelta buena parte de su viabilidad en tanto institucionalidad reformista por excelencia y, de paso, también la efectividad de la democracia para dar solución a un problema mayor en cuya gravedad todos los sectores concuerdan. Ha llegado la hora de revisitar con urgencia la democracia de los acuerdos, que en el pasado le dio al país algunos de sus mejores momentos. (El Líbero)
Claudio Hohmann