Una sospecha condescendiente

Una sospecha condescendiente

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El caso de las inversiones del ex Presidente Piñera en Perú -mediante una sociedad radicada en las Islas Vírgenes- no parece muy distinto a la serie de tropiezos que, como consecuencia de su fortuna e inversiones, ha padecido ya varias veces.

Y por eso alguien podría pensar que si no ocurrió nada antes, nada ocurrirá tampoco ahora.

Lo de Perú sería como un dibujo en el agua.

Desgraciadamente para el ex Presidente y para la derecha, este caso presenta rasgos más preocupantes y no parece tan sencillo confiar en el olvido.

Desde luego, como la mayor parte de su riqueza nunca estuvo en un fideicomiso ciego, no cabe más que concluir que él supo, o pudo o debió saber, la operación que realizaba Bancard; esto es, comprar acciones de una pesquera peruana que tenía intereses, obviamente contrapuestos a los de Chile, en el territorio marítimo bajo disputa. Si el fideicomiso ciego con el que manejó sus inversiones en Chile obliga a presumir que él no las conocía (de manera que cualquier problema que ellas presenten no le sería reprochable), la falta de ese mismo fideicomiso en el caso de sus inversiones en Perú, y en otros países, hace presumir que él supo, o estuvo en condiciones de saber, las decisiones que tomaba Bancard, entre las cuales estaba la decisión de participar en una empresa peruana cuyos intereses patrimoniales incluían el mar bajo disputa.

No hay delito en ese hecho, por supuesto, ni traición a la patria ni ninguna de esas cosas que parecen inventadas para aminorar el problema (paradójicamente, una forma de ocultar las cosas o de empequeñecerlas consiste en exagerarlas hasta lo inverosímil), sino el indicio de algo aún peor y políticamente más explosivo: la falta de continencia de las propias pulsiones.

¿Cómo explicar de otra forma que el entonces Presidente Piñera haya sido tan desaprensivo con inversiones que, no estando cubiertas por el fideicomiso, dependían finalmente de su voluntad? ¿Qué puede explicar que un Presidente crea, o deje creer a sus hijos, que es razonable ejecutar un negocio que lo dejaba en una posición objetivamente inconsistente: o ganaba Chile o ganaba, en algún momento, él? ¿Cómo explicar tamaña falta de cálculo no hacia sus negocios, sino hacia su propia imagen y sus propios deberes?

La sospecha, como se ve, es inevitable.

No se trata, sin embargo, de cualquier sospecha, sino de una especial que se ha ido instalando en la opinión pública.

Se la puede llamar una sospecha condescendiente.

Se trata de una de esas sospechas levemente paternalistas que sienten a veces los mayores cuando adivinan que uno de sus hijos, inmoderado e incontinente, repitió por enésima vez el mismo acto reprochable. Una sospecha condescendiente -eso que partidarios y detractores sienten respecto de la conducta del ex Presidente- es un reproche acompañado de una extraña forma de resignación.

Y esto sí que es grave porque la imagen que la gente tiene de un político, como la imagen que usted tiene de su vecino o de su compañero de trabajo, es siempre una hipótesis de conducta futura. La imagen del prójimo es siempre una apuesta de lo que él hará en el futuro. Y la imagen que hoy día todos o casi todos abrigan respecto del ex Presidente Piñera -esa sospecha condescendiente, esa mezcla de certeza y resignación- es que la conducta que hoy se le reprocha podría perfectamente repetirse.

El ex Presidente, tratando de sacudirse rápidamente la sombra de esa sospecha, declaró que si decide postular de nuevo a la Presidencia, está dispuesto a ir más allá del fideicomiso a que lo obliga la ley.

El problema es que ateniéndose a lo único de que los ciudadanos disponen -los porfiados hechos-, es difícil creerle.

Y ello no porque haya razones para pensar que miente deliberada o descaradamente, sino porque la hipótesis de su conducta futura (así definía Simmel la imagen de una persona) no permite, ni a partidarios ni a detractores, ni a quienes lo apoyan como candidato presidencial, ni a quienes se le oponen, creerle a pie juntillas.

Todos más bien piensan, en una rara mezcla de queja y aceptación, que el ex Presidente experimenta pulsiones ingobernables.

Y ese es el problema. (El Mercurio/El Mostrador)

Carlos Peña

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