Serrat hizo famosas dos canciones de fuerte sentido identitario en los 70. Mediterráneo y Vagabundear. Eran años en los cuales gobernaba el generalísimo en España. Pero como el tiempo había transcurrido, el militar de Galicia ya no tenía el vigor de antes. Su mano de hierro mostraba signos de óxido y se creía posible una apertura política. Se empezaba a soñar con una utopía nueva, que pusiera a España en un lugar algo más cercano a los destinos europeos y Serrat le cantaba a esos intersticios que asomaban.
Lo hacía de manera tímida. Sinuosa. Y es que parecía aún un misterio qué contenidos y formas tendría una posible apertura. Se entendía que la situación identitaria de ese conjunto algo abigarrado de habitantes de España era compleja, pues debía combinar dos asuntos muy difíciles de ensamblar. Por un lado, compensar la idea, algo desparramada, de micronaciones, con determinación lingüística y geográficamente, y, por otro, darle curso a una fuerza centrípeta colectiva pan-española, que venía, a lo menos, de la lucha contra el dominio musulmán. La transición se divisaba como una encrucijada identitaria.
Los españoles de los 70 se sentían como decía Walter Bagehot, cobijados en peripecias y gestas comunes, tan viejas como la historia misma, pero levantaban el rostro a esas brisas más acotadas por localismos. Esos vientos soplaban por Cataluña y Euskadi, sin saber de los ventarrones actuales.
Muchos éxitos musicales de Serrat, cuya cercanía con las posturas socialistas era más que evidente, susurran aquel sentimiento identitario complejo. Mediterráneo y Vagabundear desacralizaron la España indiferenciada, tan cara para el generalísimo.
Imposible negar las reverberaciones de tales canciones, especialmente si se tiene en cuenta lo ocurrido con posterioridad en otros países ribereños del Mediterráneo y la propia trayectoria de las comunidades autonómicas españolas. Hoy no hace mucha gracia cantar loas a algo que puede derivar en graves problemas.
Pero son aún más fuertes si se les recuerda desde este lejano país, donde se acaba de dar una lección monumental (quizás de dimensiones globales) sobre cuestiones identitarias. Pareciera ser que se ha reaccionado a tiempo, revirtiendo un intento de desarme identitario con cero raigambre.
Ni siquiera remotamente la realidad se parecía a los sueños que tuvo la generación de Serrat. Acá sencillamente se palpó un Chile del todo imaginario, a partir del cual nacería un edén nunca antes visto.
Por eso, concluido el ejercicio plebiscitario, bastante pertinentes parecen las palabras de ese connotado español Ortega y Gasset, cuando meditaba sobre lo que es una nación, e insistía en señalar que no es más, pero tampoco menos, que un sugestivo proyecto de vida en común. Una observación sencillamente magistral a ojos de lo ocurrido en Chile.
Magistral justamente, porque lo vivido fue un sobrevuelo a la idea de reemplazar la asertiva observación del filósofo (tan cercano, además, a esa manera de ver el mundo y las cosas en este apartado rincón) buscando ser reemplazada por una enigmática configuración basada en la fragmentación territorial y conceptual. Algo muy ajeno a la historia nacional. En palabras de las canciones de Serrat, era un engendro incapaz de producir algo fuerte y carente de toda fidelidad. Probablemente ni de sus propios autores.
Fue tal el juego artificioso, que Anne Marie Thiesse habría escogido esta singular experiencia plebiscitaria para ilustrar lo que en su obra señera La Création des identités nationales denomina «modelo IKEA». Es decir, intentar construir identidades a partir del simple montaje y desmontaje de cuantas categorías se estime que componen una nación.
El ejercicio fragmentados se vio sometido esta semana a un ejemplo asombroso de unificación mediante las palabras, los gestos y simbolismos a propósito de la muerte de la Reina Isabel II. Y es que, pese a las críticas de frivolidad observadas a lo largo de su reinado, se comprobó que la monarquía británica no está anquilosada ni obsoleta y que pervive como un gran elemento identitario. En el alma y en la vida política.
Lo confirman las palabras de todos los premiers vivos, tories y labours, el mismo día que ella falleció. La lágrima derramada por el liberalísimo premier canadiense, Trudeau, fue un gesto elocuente. Las imágenes televisivas demuestran que los royals congregan, generan fidelidad. No son un simple papel, como insinuaban las canciones de Serrat.
El motivo quizás esté en la sugerencia de Karl Deutsch, respecto a cómo la identidad se puede forjar en un grupo humano a través de hábitos comunicativos complementarios. Los royals, pese a lo que suponen sus detractores, escuchan y reaccionan. Ese hábito comunicativo complementario estuvo del todo ausente en nuestro debate plebiscitario. Los “rojasvade”, reales y aspiracionales se sentían superiores en todo. Las sonrisas burlonas impidieron cualquier diálogo.Un corpóreo ya hizo una tímida autocrítica. Pareciera recién generalizarse la sospecha que el funesto texto plurinacional es producto, a lo menos, de un exceso de voluntarismo. Podría añadirse que también hubo demasiada lectura veloz de Hobsbawn. Al menos de esa minoría que lo conoce.
Es él quien sugiere que los factores objetivos, como la raza o la lengua, son artefactos inventados y etéreos, por ende, pueden inventar.
¡Ooooh! ¿Cómo a nadie se le ocurrió antes instaurar el esperanto en todo el mundo y así nos habríamos evitado tantas disputas por incomprensiones mutuas?
¿Cómo nadie leyó a Enver Hoxha, el «amado y querido líder» albanés? Este aplicó durante décadas variadas recetas de un maravilloso elixir igualitarista. Como, por ejemplo, acabar con la religión.
Fue uno de los más conocidos políticos con convicciones acendradas, que pensaba que todo era cosa de simple voluntad. Por eso, demolió todas las iglesias, templos, mezquitas y cuanto centro de oración existiese. Hoxha creía ser capaz de hundir la realidad a sus pies. Tuvo entonces legítimo orgullo de haber creado el primer estado ateo del mundo. No es poca cosa.
A raíz de lo visto estas últimas semanas, se ve que hay ciertos asuntos en la vida de las naciones, que anclan en la noche de los tiempos y no hay recurso coactivo capaz de revertirlo.
Por eso, Serrat ha llegado al otoño de su vida mostrando más cautela respecto a sus canciones juveniles. De Enver Hoxha en cambio quizás nunca sepamos si logró entender aquello, antes de ir al encuentro final con el Altísimo. (El Líbero)
Ivan Witker