Una vez más, como tantas veces en los últimos años, Venezuela vive una situación marcada por la división y el peligro.
Por una parte, el Gobierno de Nicolás Maduro desarrolla un proceso que comenzó el pasado 1 de mayo, destinado a generar una nueva Asamblea Constituyente que dará vida a una nueva Carta Fundamental. Por otra parte, la oposición lleva meses movilizada en las calles y en las escasas posibilidades de opinión pública que permiten las sistemáticas restricciones a la libertad de expresión.
Las fuerzas son desiguales, pero han logrado equilibrarse por distintas vías. El Gobierno define la agenda política y legislativa; además, cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas en el interior y con algunos respaldos de la izquierda latinoamericana y mundial. La oposición carece de poder estatal, pero es creciente a nivel social, ha logrado poner al Gobierno fuera de su propia legalidad, desafiándolo con un referéndum que Maduro se negó a convocar.
Es explicable la resolución del Gobierno. Las últimas encuestas le dan apenas un 9% de apoyo popular, resultado de una reducción sostenida desde la muerte de Hugo Chávez en adelante. ¿Por qué el régimen bolivariano ha perdido tanto respaldo? El tema es complicado y no hay una respuesta unívoca. Desde luego, hay un claro asunto de liderazgo: en pocas palabras, Maduro no es Chávez. El fundador del Socialismo del siglo XXI tenía carisma, que se graficaba en facilidades de comunicación, apoyo electoral, capacidad de guiar la agenda pública. Además, él comenzó a gobernar tras un período de deterioro de la política, por lo que su régimen aparecía como una promesa de regeneración, participación popular, superación de los malos hábitos. A esto debemos sumar la legitimidad democrática que alcanzó, tanto en los procesos electorales en que participó Chávez, como en la ratificación de la nueva Constitución mediante el voto popular.
Finalmente, podemos mencionar dos cosas que fueron determinantes en la primera década del siglo. Por un lado, el precio del petróleo, que al tener un alto valor permitió inmensos ingresos a Venezuela, ayudando a mantener el ingente gasto que significa una política económica populista, así como fomentar otras iniciativas dentro del país y en el continente para difundir su ideario y mantener “lealtades”. Por otro lado, Chávez fue parte de un contexto internacional, que mantenía al chavismo, al Socialismo del siglo XXI, a la nueva izquierda, en una posición sólida y con aliados, partiendo por la dictadura de Cuba, primero con Fidel y luego con Raúl Castro; luego con Ecuador de Rafael Correa; la Argentina de Kirchner y Fernández; Uruguay de José Mujica; Bolivia de Evo Morales; además de otros respaldos en Centroamérica y América del Sur, y algunas adhesiones y asesorías desde Europa.
Hoy todo eso, o prácticamente todo, ha cambiado de una manera radical y en sentido negativo para el régimen venezolano que lidera Nicolás Maduro. Entre otras cosas se puede mencionar: la importante baja en el precio del petróleo, con lo cual se agotó la principal reserva de divisas del chavismo; la economía bolivariana ha mostrado una descomposición que raya en el fracaso, como se puede apreciar en la vida cotidiana, en las colas y en los supermercados vacíos. A esto se suma una gravísima crisis social y humanitaria.
Por otra parte, es evidente que Maduro no tiene ni la personalidad ni la popularidad de Chávez, y hasta sus compañeros de ruta lo descalifican (“Está más loco que una cabra”, llegó a decir Pepe Mujica). Un cambio relevante en los últimos años es que la comunidad internacional no parece dispuesta a aceptar la consolidación de otra dictadura en el continente, como ha demostrado la actitud proactiva y decidida de Luis Almagro, el secretario general de la OEA, además de otras figuras de la política en América Latina, e incluso en España.
Sin embargo, lo más relevante ocurre al interior de la propia Venezuela, con la acción del pueblo y sus líderes, desde aquellos que están presos, como Leopoldo López, hasta aquellos que coordinan las protestas y los llamados a una salida pacífica para el país. En estas semanas se ha visto el resurgimiento del sentimiento democrático y la convicción de que es necesario movilizarse, incluso con el riesgo de la vida, para recuperar la libertad en el país. Esto es lo que explica los tres meses de movilizaciones masivas y cotidianas, con su dramático correlato de más de 70 muertos a manos de la policía y la represión.
Esto mismo es lo que ha llevado al régimen de Maduro a hacer un golpe de mano, convocando a la formación de esta nueva Asamblea Constituyente, con alusiones y recordatorios no sólo hacia Hugo Chávez y su revolución, sino incluso a la Revolución Bolchevique y sus soviets. Algunos, erróneamente, han interpretado que promulgar una nueva Carta Fundamental es dejar atrás el legado organizativo del chavismo.
No hay que engañarse con la Asamblea Constituyente o con la eventual nueva Constitución. En esto Maduro ha mostrado una clara determinación hacia el objetivo fundamental: conservar y consolidar el poder. La Constitución puede cambiar, pero no puede hacerlo el grupo chavista que ostenta el poder.
Esa determinación por el poder es una de las dos grandes fortalezas que conserva Maduro en medio de su creciente soledad y desprestigio. El otro factor de poder también es muy importante: el régimen sigue contando con la fuerza armada, que en un comienzo se sumó por adhesión ideológica o bien por mera obediencia profesional. Hoy existe una nueva razón para su fidelidad al Gobierno, como son las prebendas profesionales y económicas que ha recibido el estamento militar. Sin embargo, en los últimos días ya han surgido dudas sobre el futuro, algunos comienzan a hablar de golpes de Estado y otros de guerra civil.
En cualquier caso, el problema de fondo subsiste: Venezuela es una sociedad profundamente dividida y de esto puede resultar sólo un desastre. Es necesario hacer un esfuerzo adicional, por el bien del pueblo venezolano.
El Líbero