El contundente triunfo de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales de EE.UU. plantea preguntas que parece necesario responder.
¿Por qué tantos electores maltratados por el discurso y el comportamiento de Trump votaron por él de todas formas? ¿Por qué la derecha religiosa votó mayoritariamente por Trump, a pesar de sus infidelidades maritales y vulgaridad, tan opuestas al puritanismo de aquella? ¿Por qué lo hicieron tantos latinos, insultados como criminales violadores que se comían las mascotas de los americanos blancos? ¿Por qué los puertorriqueños de Filadelfia votaron por él en grandes cantidades, a pesar de haber sido denigrados por un comediante en uno de sus últimos actos de campaña? ¿Por qué los afroamericanos no votaron abrumadoramente por un demócrata, como en casi todas las elecciones anteriores, y muchos prefirieron ahora a Trump? ¿Por qué las mujeres votaron por él en la cantidad que lo hicieron, a pesar de ufanarse del nombramiento de los jueces que permitieron derogar Roe vs. Wade y había exhibido un trato tan grosero con ellas a lo largo de su vida?
Solo es posible explicarlo si el adversario al que Trump se oponía era percibido por los grupos agraviados como mucho peor que las afrentas que este les había endilgado. Sin embargo, esa explicación deja sin responder por qué ese adversario era tan peligroso o despreciable como para que prefirieran ignorar el maltrato recibido y votaran por él. Claramente, en otras circunstancias, su lenguaje y conducta hubiesen sido considerados inaceptables.
La revista The Economist presentó hace poco un ensayo sobre la política del “partidismo negativo”, es decir, la inclinación a votar no por el partido al que se apoya, sino en contra del que se teme o desprecia. Se basó en un estudio de 274 elecciones en 50 democracias entre 1961 y 2021, uno de los más extensos nunca efectuados respecto de los sentimientos de los votantes.
El partidismo negativo funciona porque el enojo, la rabia o la indignación moral inducen un involucramiento emocional del elector mucho más intenso que el resultante de propuestas constructivas. Al fin y al cabo, destruir es siempre más fácil que construir.
El estudio muestra que hay circunstancias en la vida de los países en las que la ciudadanía está más proclive a la indignación moral —el pasto está más “seco”— que en otros: la situación de Alemania en la década de 1930 fue una de ellas, bien aprovechada por Hitler; la crisis subprime fue otra, y el movimiento de los “indignados” así lo ilustra. A mediados de la década pasada, Trump detectó que se estaba instalando un malestar profundo en una parte sustantiva de la población de su país y se propuso aprovecharlo. Lo logró con singular éxito.
Denunció el deterioro manufacturero —asociándolo a las importaciones chinas— y la creciente llegada de inmigrantes latinos, como los culpables del deterioro en la calidad de vida del trabajador norteamericano. Eso estaba hundiendo al país, afirmó, intuyendo que había ahí una importante fuente del malestar detectado. Por eso, en su primera campaña, el eslogan “haz a América grande de nuevo” conectó tan bien con buena parte de la ciudadanía. En esta, agregó a lo anterior la cultura identitaria de raza y género con que, decía, los demócratas estaban saturando la vida nacional, acusándola de ser frontalmente contraria a los valores del americano medio, incorporada por algunos “lunáticos” y adoptada por grupos que vivían mayoritariamente en las costas.
Pero para que ese discurso penetrara como lo hizo, debía inflamar las emociones de los electores. Para ello agitó ese malestar —agravado por la inflación surgida en 2021-2022—, insultando la cultura del adversario con medias verdades, utilizando un lenguaje exagerado y grotesco, rechazando la fluidez de género como parte de esa cultura, y mostrándose, al revés, como fiel representante del sexo binario. Se instaló así como símbolo de la oposición a ella y construyó con eso una coraza a la que no penetraron ni las querellas en su contra, ni los insultos proferidos a los latinos, ni su conducta con las mujeres.
Mientras más grotesco su lenguaje, más claro su mensaje. Su alusión al tamaño del miembro de un famoso golfista o el gesto de masturbar el micrófono en sus últimos mítines, lejos de ahuyentar al votante parecían representar con aun mayor fidelidad su postura.
Siguiendo su intuición política y apoyado en su fuerte personalidad, Trump desarrolló con naturalidad y sin poses esa estrategia de partidismo negativo y ganó las elecciones. Pero ganar elecciones presidenciales de manera categórica no es garantía de éxito en el ejercicio del gobierno. Esa es una pregunta que queda abierta. (El Mercurio)
Álvaro Fischer