Crear una «Red de Clase Media Protegida»: este fue uno de los anuncios del Presidente Piñera en su discurso inaugural, lo que representa un quiebre paradigmático con el discurso tradicional de la derecha chilena post-Pinochet; para la cual, el Estado debía focalizarse en los pobres, y no desviarse de ahí, dejando que la clase media aprendiera a desenvolverse y progresar insertándose en el mercado. Aquí radica el principal hilo de continuidad entre el gobierno actual y el precedente, muchas de cuyas reformas buscaron responder precisamente a las demandas de estos grupos.
Más que una categoría, la clase media es un cajón de sastre en el que se encuentra de todo. De hecho, declaran ser parte de la misma desde el Presidente de la República hasta una modesta cajera de supermercado. Es aquí, quizás, donde radica una de sus características fundamentales: la identificación con ella está relativamente desvinculada de las condiciones materiales. En este sentido, ella es más el fruto de un proceso de «automodelamiento de la propia vida» (el término es de Ulrich Beck) que el resultado natural de ciertas formas de existencia materialmente determinadas.
Ser de clase media es levantar fronteras o demarcaciones: con los de abajo, para que no te pillen; con los de arriba, para que no te aplasten, y con los del lado, para que no te excluyan. Esta exigente labor la lleva a cabo cada individuo solitariamente, apoyado cuando mucho por su núcleo familiar más cercano. Algunas de estas demarcaciones son materiales, como el ingreso, pero otras son simbólicas, como el estilo de vida. Estas últimas son porosas y variables, lo que exige estar siempre atento a su evolución para no quedarse atrás y ver cómo se volatiliza el estatus tan esforzadamente obtenido.
Por muchos años se habló de las clases medias como emergentes; esto es, individuos que habían abandonado la condición de pobres y que aspiraban a seguir ascendiendo en la escala social escalón por escalón. Esta mirada, me temo, responde al pasado, a ese país que crecía sobre el seis por ciento, permitiendo que millones de compatriotas dieran el salto y se empinaran a la clase media -y que algunos, incluso, pudieran brincar a las clases altas-.
Las generaciones nacidas en este siglo difícilmente experimentarán saltos semejantes, y lo saben. Su ilusión, por lo mismo, no está en llegar a la clase alta: saben que por más esfuerzo que hagan, ellas se alejan en lugar de acercarse, pues les separan fronteras irremontables en materia de capital cultural, social y económico. Las nuevas clases medias están movidas por el deseo de vivir lo mejor posible antes que por la quimera de subir. En este sentido, son radicalmente diferentes a sus padres o abuelos, que arropados con la ética del inmigrante entraban a un territorio en el que se sentían extranjeros. Los más jóvenes nacieron en la clase media y no aspiran a moverse de un lugar que para ellos no es nuevo ni de tránsito, sino conocido y terminal. Deben preocuparse, por cierto, de no ser alcanzados por los de abajo, pero lo que más les interesa es moverse horizontalmente, explorando formas de vida que les den más sentido a sus existencias, y en las que puedan desplegar su autonomía sin verse expuestos a situaciones de abuso de ninguna naturaleza.
El Gobierno hace bien en prestar atención a las clases medias, pero hay que hacer un esfuerzo por comprenderlas mejor, evitando proyectar en ellas los fantasmas propios. La administración anterior cometió el error de minimizar y estigmatizar sus deseos de movilidad social ascendente, y lo pagó caro. La actual debe esmerarse en no cometer el error inverso, como es suponer que la vocación de las clases medias es siempre subir, aunque en ello se les vaya la vida. (El Mercurio)
Eugenio Tironi