Santiago, jueves 19 de diciembre, 19 hrs. Salida Metro Estación Universidad de Chile. Gonzalo Winter, diputado del Frente Amplio, megáfono en mano, repite eslóganes estridentes en contra de las AFP. Su mensaje se pierde en el vacío o rebota como una frecuencia de eco. Los líderes del Frente Amplio, a diferencia de las multitudinarias marchas de antaño de No + AFP, esta vez figuran rodeados de 15, 20 o 30 personas, siendo generosos. La misma calle que los elevó al poder se ha tornado completamente indiferente.
En otra esquina, la presidenta del nuevo conglomerado frenteamplista, Constanza Martínez, entrega folletos que rápidamente son tirados al tacho de la basura por las pocas personas que acceden a recibirlos. Los volantes abarrotan los basureros a tal nivel que muchos de ellos terminan arrastrados por la cálida y, a ratos, sofocante brisa estival.
La cruda realidad para los dirigentes de esta nueva izquierda es que hay muchas, muchísimas más personas realizando compras navideñas que manifestantes disponibles para defender el proyecto de ley de pensiones del Ejecutivo en la calle.
Tener un pie en el gobierno y otro en la calle puede ser un buen eslogan, pero en la práctica es una contradicción en los términos. Los partidos, cuando acceden al control del Ejecutivo, tienden a la burocratización. Las bases del Frente Amplio pasaron súbitamente de estar conformadas por manifestantes a estar integradas mayoritariamente por burócratas, que no son más que antiguos manifestantes o activistas, hoy reconvertidos en funcionarios de gobierno que abultan las cifras del empleo público: el único empleo que crece en el país.
Ser un partido de gobierno tiene innumerables ventajas, entre las principales: el acceso al poder de la administración del Estado y la participación en las definiciones en torno a la orientación política del Ejecutivo. Pero también implica costos, y el mayor de ellos es la desconexión con las bases de apoyo y la realidad más allá de los muros del Palacio de La Moneda o el perímetro del cuadrante del centro cívico en torno a la Plaza de la Constitución.
Este fenómeno es lo que el sociólogo alemán Robert Michels denominó en su obra clásica Los partidos políticos: “la ley de hierro de las oligarquías”, en el sentido de que, al concentrarse el poder en una élite dirigencial, la estructura de los partidos lleva inevitablemente a dotarse de una organización más jerárquica, menos participativa y, por ende, con mayores niveles de desconexión con sus bases originales: “La organización es lo que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización dice oligarquía”, señalaba de manera brillante Michels.
Por eso, en la medida en que procede la institucionalización y burocratización de las agrupaciones partidarias, muchas de las iniciativas de las organizaciones de masas pasan a reflejar la voluntad y los intereses de los líderes de estas, y no la voluntad ni los intereses de la masa que dicen representar.
Y es lo que ocurrió el pasado jueves a raíz del llamado del principal partido de gobierno a salir a las calles, esta vez, para defender la reforma de pensiones. La dantesca imagen de parlamentarios y dirigentes exhortando e interpelando al vacío refleja que la posición del Frente Amplio, al menos en materia previsional, no encarna el sentir de las amplias mayorías que dicen representar.
El Frente Amplio nació precisamente con la pretensión de conformar una agrupación partidaria enraizada en los movimientos sociales, donde los representantes serían voceros permanentes de la voluntad de estas organizaciones. Toda esa edificación teórica se derrumbó. De eso, hoy solo quedan los escombros y folletos sin destinatario que terminan, al igual que el proyecto, perdidos en el viento. (Ex Ante)
Jorge Ramírez