Volver a lo básico

Volver a lo básico

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El Ministerio de Educación de Suecia ha sorprendido al mundo con medidas radicales y millonarias inversiones para lograr reducir el tiempo frente a las pantallas entre los estudiantes, con el objetivo —así lo dicen expresamente— de “volver a lo básico”. ¿Qué sería lo básico? Leer, conversar, caminar, contemplar, escuchar, mirar, tocar, es decir, todo aquello que nos hace seres sintientes y pensantes. Si un Ministerio de Educación se propone eso, es porque las nuevas generaciones se estarían alejando de la realidad física, es decir, para no hablar con eufemismos, lo humano estaría en peligro.

El exceso de pantalla está produciendo, sobre todo en los más chicos, efectos devastadores. Eso lo sabemos, lo vemos todos los días, pero los adultos hemos abdicado como padres y educadores de hacer algo para salvar a las nuevas generaciones, pero también a nosotros mismos, que no damos, precisamente, ejemplo de “estar en el mundo”, en vez de estar en la pantalla. Alguna vez se tuvo la ilusión de que la introducción de las pantallas en la sala de clases iba a producir una transformación de la educación, volviéndola más inclusiva, creativa, innovadora. Hoy, en los países más desarrollados, empiezan a crecer las alertas sobre los efectos negativos de lo digital si no se le ponen límites claros. “Los estudios científicos demuestran que los entornos sin pantallas ofrecen mejores condiciones para que los niños desarrollen reacciones, se concentren y aprendan a leer y escribir”, dice el Ministerio de Educación de Suecia.

Me vienen a la memoria imágenes de niños muy pequeños entregados por sus propios padres al hechizo digital, niños que, en vez de correr, saltar, gritar, subirse a los árboles, reducen su motricidad a pasar un dedo por una pantalla fría. La mano humana que ya no acaricia texturas sino que se desliza por superficies muertas. Y recuerdo esa escena memorable de la novela “Farenheit 451”, de Ray Bradbury, en la que Montag, el bombero cuya misión consiste en quemar todos los libros que encuentre a su paso, de pronto siente que su mano se autonomiza de él y guarda en su chaqueta uno de los libros que estaban condenados a ser quemados. Esa misma mano —la misma que ha quemado miles de libros— acariciará la superficie del libro salvado, y ese puro gesto será el comienzo de la conversión de Montag y de la recuperación de su humanidad perdida. “Es importante que los niños trabajen con lápiz y papel”, declaró la ministra de Educación sueca. Vuelta a lo físico, a lo analógico, al placer de ver deslizarse la punta del lápiz por la superficie viva de una hoja en blanco.

Si bien hoy escribo en computador, nunca he dejado el rito de llenar cuadernos, diarios, de garabatear y enmendar, de “navegar” por el papel. Y creo que, cuando lo hago, pienso mejor. Ya no es una mera intuición, sino que hay evidencia científica y por eso se invertirán millones de euros en Suecia en hacer regresar los libros a las salas de clases, convertir las bibliotecas otra vez en espacios centrales en la educación, y volver a “lo básico”. La utopía de un mundo escolar digitalizado completamente, donde ya no hay cuadernos ni libros de texto, fue produciendo algo parecido a la distopía de “Farenheit 451”: el olvido de los libros, pero sin necesidad de quemarlos. En vez de quemar la cultura, apagarla, extinguirla poco a poco. Hay que resistir, en la casa, en la mesa, en la escuela, trayendo de vuelta la oralidad (conversar, conversar, conversar mucho), lo escrito e impreso (leer, escribir) y lo físico: correr, caminar, jugar en espacios abiertos. Porque, como dijo el poeta Teillier, la felicidad es eso: “dibujar en la escarcha figuras sin sentido/ sabiendo que no durarían nada/ cortar una rama de pino/ para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda…”.

No se provee de verdadera felicidad a un niño regalándole pantallas: debiéramos recordar esto a los padres, ahora que se aproxima la Navidad. (El Mercurio)

Cristián Warnken