Vulgaridad conspicua

Vulgaridad conspicua

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Le debemos a Thorstein Veblen haber reparado en el fenómeno que él llamó “consumo conspicuo”. Un comportamiento psicológico todavía acotado, muy siglo XIX, que alude al gasto en bienes no necesarios que, al ser lujosos y caros, sirven para impresionar, siendo esa su verdadera utilidad, también la fuente de su goce íntimo: hasta ahí se suponía que llegaba su efecto entonces. En épocas chabacanas como la nuestra, en cambio, éste se vuelve masivo e impúdico, también los beneficios a escala que rinde. Basta ver lo que a Trump le han reportado sus hoteles, casinos, el verse rodeado de mujeres aparatosas, y sus figuraciones en televisión (14 temporadas duró “El Aprendiz”, a 28 millones alcanzó su máxima sintonía). La ordinariez disfrazada de rica es un excelente negocio; bien manejada es imbatible.

¿Aun habiendo tanta gente que dice ofenderse por Trump? Supongamos que sí, los hay, genuinamente ofendidos, pero también existen quienes calzan con esa suerte de área rara en que dicen ofenderse pero no dejan de estar perversa y babosamente atraídos por lo que les produce rabia. Sabemos que en el arte kitsch, el estilo “camp”, la pornografía, y las infinitas modalidades de lo cursi -y a Trump habría que ubicarlo en ese universo esperpéntico- la distancia entre atracción y repulsión es ambigua, turbia. Comparten una misma hipnosis magnética.

Ramón Gómez de la Serna, en su gracioso “Ensayo sobre lo cursi” de 1934, llega a mofarse incluso de quienes, muy modernos, muy vanguardistas en su repudio de todo emperifollamiento ornamental, se escandalizan con lo cursi: “Esta es una época de líneas repugnantes y desvanecidas porque no quiere ser de ninguna manera cursi. ¡Si será cursi que no quiere ser cursi!” “Ramón” (así gustaba que lo llamaran) cuenta que recibió una carta de una novia a la cual había dejado de amar que le decía: “Te parecerán cursis estas lamentaciones y protestas mías. Cursi es todo sentimiento que no se comparte”.

Lagrimeos que lo llevaron a recapacitar: “Yo ya no la amaba, pero admiraba un amor que para mí no era cursi en el despectivo sentido de esa palabra, sino en un enlabiador sentido que me hacía sentir los ecos de amor de su amor”. Habría que ser justo “con lo que precipitadamente se cree cursi”, concluye. Algo similar le sucede a Susan Sontag con el fascismo, lo objeta, pero admite su fascinación.

Es decir, Trump podrá ser un tal por cual pero, siendo norteamericano al tuétano, de qué sirve negarlo: “Es nuestro tal por cual”. De ahí que haya que explicarlo, gústenos o no, y no sorprenderse de que ganara. Advertencias sobraban desde los años 60: Umberto Eco escribiendo sobre imposturas (“fakes”) y Jean Baudrillard sobre “simulacros”, ambos pensando en la cultura masiva; Diane Arbus y sus fotos; o Martin Amis en The Moronic Inferno confesando no entender “¿qué es ser ciudadano de una superpotencia, mantener democráticamente los medios de la extinción planetaria?” Una metáfora -lo del infierno bobo- algún día, quizá, realidad posible. Lo decía en 1986.

 Alfredo Joselyn-Holt

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