No hay nada más confuso para la ciudadanía que decir que uno es lo contrario de lo que realmente es. Eso también es válido para el que niega lo que hace –“yo no soy político”, dicen muchos políticos–. No solo refleja falta de transparencia, sino también poca honestidad, al menos en el terreno de la política, de lo público, porque en términos personales el síntoma es más delicado, ya que representa un conflicto de identidad. Una crisis de identidad se da en un momento específico de la vida de una persona e implica un periodo de grandes dudas y ansiedad, porque nos preguntarnos quién realmente somos.
No es claro en qué momento la pareja política hizo el giro en U. De seguro fue un proceso progresivo, aunque la explosión, el quiebre se ubica entre la elección de Gabriel Boric –”¡cómo va a sufrir el próximo Gobierno… ¡Y yo voy a tomar palco!” , deslizó Ximena Rincón antes de que asumiera el actual Presidente– y el primer proceso constituyente. Ambos eventos gatillaron en ellos un conflicto brutal con su partido de toda la vida, con su sector, con los compañeros de ruta, con su historia. Por supuesto que eso es legítimo. Todos podemos cambiar, nos pasa en distintos momentos de la vida. Sin embargo, la dupla tomó el camino menos correcto de todos: usar un argumento engañoso para conseguir que otros los acompañaran en el salto al vacío.
Matías Walker y Ximena Rincón desplegaron el relato de “la izquierda por el Rechazo”, para oponerse al primer texto constitucional y fueron claves para estimular a un grupo importante de políticos con tradición de centroizquierda, pero que se sentían, hacia rato, fuera de ese sector. Sin embargo, el objetivo político no apuntaba a esos políticos, sino a confundir a una masa de votantes que se movían entre el centro y la centroizquierda, que querían cambios profundos, pero que no compartían la euforia de la Lista del Pueblo.
Resultó que “la izquierda por el Rechazo”, no solo no tenía nada de izquierda, sino que pasó además a ser totalmente funcional a una derecha política que optó por submarinearse y dejar en la primera línea a la pareja. Y, claro, los Walker-Rincón comenzaron a salir a diario en la prensa, los entrevistaban en todos los medios –especialmente los tradicionales y más conservadores–, convirtiéndose en los voceros oficiales del Rechazo, pero especialmente de la derecha.
Los dirigentes de derecha, mientras tanto, se sobaban las manos porque estaban logrando el objetivo: boicotear el proceso sin aparecer ellos en pantalla, consiguiendo un logro significativo, el de derrotar democráticamente a quienes habían sido electos con el vuelo del estallido social. Otra historia es el tremendo daño que la izquierda más extrema le causó al progresismo de este país, pero los Walker-Rincón tuvieron un rol clave en generar una percepción pública que influyó fuertemente en la elite intelectual, que se alineó en torno al concepto de amarillo –“usted no es ná, ni chicha ni limoná”–, ese grupo que nos decía que jugaba en el medio, pero que hablaba, pensaba y actuaba como de derecha.
Sin embargo, pese a sus posiciones de derecha, mantenían el relato majadero aquel de “somos de izquierda”. La visibilidad obtenida, el peso que les asignó la prensa –y la dirigencia de los partidos de Chile Vamos–, los dotó de un poder mayor que el que realmente tenían, llegando a ocupar un lugar destacado en los acuerdos políticos que facilitaron un segundo proceso constituyente, pese a tener una mínima representación parlamentaria.
El peso relativo de la dupla Walker & Rincón, al que se sumó Cristián Warnken, tampoco se traducía en respaldo ciudadano. De muestra un botón: a fines de diciembre del año pasado, en la votación interna de Amarillos –para elegir a su dirigencia–, apenas votaron 220 personas. Entre sus consejeros nacionales, fueron electos Isidro Solís y Óscar Guillermo Garretón con 2 votos cada uno…
Y pese a que la dupla Walker-Rincón mantenía su discurso –“somos de centroizquierda”–, usaban la franja del Rechazo (espacio cedido por RN y la UDI) para asimilarla a la campaña del NO, despertando la ira de sus excamaradas de ruta. Luego renunciarían a la Democracia Cristiana (fueron electos senadores en cupo de ese partido), pasando a integrar la bancada de Evópoli, y votaban de manera alineada con la derecha en el Senado. Sin embargo, seguían insistiendo en su relato. ¿Es tan difícil para nuestros políticos reconocer lo que son? ¿A quién le importa que digan sin tapujo “soy de derecha”? ¿Por qué le temen a un acto de honestidad política y personal?
Claro que faltaba la escena final, la guinda de la torta, la coronación de la dupla de “centroizquierda” Walker-Rincón. Por primera vez en el Senado se rompía el acuerdo político, sellado en 2022, para distribuir la testera de la mesa, en periodos iguales, entre la oposición y el oficialismo. Un pacto parlamentario fiel a una tradición de más de 30 años, que reflejaba los principios de la democracia, el fair play y la convivencia entre sectores de distintos colores. Un rito respetado por moros y cristianos que, hasta la semana pasada, era una carta que contrarrestaba la percepción deteriorada de la política chilena y de un Parlamento que ocupa el último lugar en imagen y confianza de todas las instituciones que existen en el país.
Y la jugada fue tan burda como poco estética. Unos días antes, la UDI condicionó el cumplimiento del pacto al ingreso de Ximena Rincón a la Comisión de Hacienda, con un nivel de obsesión que incluso despertó sospechas. El desenlace ya lo conocemos. La palabra se rompió, la tradición se rompió, con Walker-Rincón dándole la última estocada a su expartido, a su exsector, ante las risas irónicas y cómplices de su nuevo hogar político, al igual que cuando eran la “izquierda por el Rechazo”.
Tal vez ahora es el momento de que reconozcan lo obvio, de superar la crisis de identidad, porque la verdad es que no tiene nada de malo ser de derecha. Lo feo es negarlo. (El Mostrador)
German Silva Cuadra